30 años después cada vez que lo recuerdo aún se me ponen los pelos como escarpias.
Seis de la tarde Castellana abajo en hora punta sólo circulábamos los que aún no nos habíamos enterado, parecía Madrid una ciudad deshabitada, que extraño -pensaba yo para mis adentros-, llegando a Atocha me llamó la atención un bar en el que a través de la cristalera observé a ocho o diez personas que con la cara desencajada fijaban las miradas a un punto del establecimiento, paré y entré porque supuse que saldría de dudas, vaya que si salí la televisión emitía una imagen fija de una y el sonido era un ir y venir de pasos y un sonido lejano de voces incomprensibles, tres taxistas dos empleados del servicio de limpiezas el camarero y dos o tres clientes afirmaban que se trataba de un golpe de estado.
Salí de el establecimiento y busqué una cabina telefónica para dar instrucciones en casa sobre la destrucción de documentos comprometedores y a los compañeros de la célula en la que militaba, a ésto último llegué tarde la mayoría de los componentes estaban ya llegando a la frontera de Portugal, las siguientes horas las pasé quemando clichés y enterrando a las afueras de fuenlabrada la vietnamita de la que durante los tres últimos años anteriores al 23F habían salido los panfletos que cada lunes a las cuatro de la mañana cubrían los accesos a Induyco, Barreiros, Femsa, Rober Boch o las bocas de metro del Puente de Vallecas y mercado de frutas de Legazpi.Lo demás ya es historia.
